¿Puede un amor traspasar el tiempo o la barrera del sonido? Esta fue la pregunta que Izan me
hizo la primera vez que nos vimos en clase. Acababa de llegar a Madrid después de casi
veinte años y hasta entonces mi única experiencia con niños se remitía a las tardes en que
Marina, mi hermana, me dejaba a cargo de mis dos sobrinos. El colegio, del que había sido
antigua alumna, seguía como lo recordaba a pesar del paso del tiempo y de las mejoras que
cada año había ido incorporando. Mi vida era rutinaria y aburrida, pero era sin duda lo que
me ayudaba a continuar y a tener los pies en la tierra, pues la vida que había ido
construyendo, tras la muerte de mis padres se fue diluyendo como en una especie de remolino
que hizo que casi perdiera el rumbo. Por suerte, mi hermana y un trabajo me esperaban. Aparecí un
lunes del mes de Octubre dispuesta para empezar a dar clases de nuevo y olvidar también lo que quedaba en mí tras mi ruptura con Silvia. Pensar que no era capaz de conservar nada ni de
hacer nada bien, junto a la silenciosa y asesina culpa, me despertaba en el silencio de mi habitación que daba al Retiro. Fue aquél lunes mientras atravesaba el Paseo del Prado cuando empezaron a
llegarme distintas señales, como una especie de serendipia que me hacía saber que todo
estaba pactado y que estaba en el lugar adecuado. Tras presentarme a los compañeros me
dirigí a mi clase asignada y nada más entrar supe que algo me cambiaría para siempre. La
primera pregunta que el niño me hizo, lejos de descolocarme me hizo sentirme en casa y tras
darle una explicación medianamente coherente que pareció satisfacerle de momento, continué
con la clase. Yo por mi parte trataba de mantenerme serena, pero sin duda él y yo ya nos
habíamos visto antes. Así comenzó todo y mientras llegaba la primavera y con ella las
excursiones, yo me iba enamorando más de él. Sabía que nunca le llevaría al parque de
atracciones y que nunca comeríamos helados mirando aquellas nubes deformes en las tardes
de domingo. También sabía que no podía excederme en atenciones con él y que me causaría
problemas, pero a veces a escondidas le guardaba el postre del comedor y le traía los lápices
más extraños para que siguiera dibujando el mundo imaginario que solo él y yo presentíamos
en medio de la ciudad y donde todo parecía denso y agobiante. Él conseguía devolverme a mi
esencia, hacerlo todo liviano y me obsequiaba con sus dibujos y algún insecto que había
guardado en una cajita para que no me sintiera tan sola las tardes de domingo. Pero aquello
en el mundo adulto estaba mal y la primera en reprender mi comportamiento fue mi hermana,
a la que siguieron el resto de profesoras que no soportaban aquella mirada azul violeta del
niño ni sus preguntas, Como todas las bonitas historias y con los primeros rayos de sol del
verano, la fiesta del colegio y las vacaciones, llegó la despedida. Sin embargo, durante el
verano y en un viaje a Dublín entendí mejor su pregunta, no habría nada que nos pudiera
separar y tarde o temprano nos encontraríamos. Izan es el niño que nunca podré tener y está
en todas partes. Está en la lluvia que me acaricia, en el silencio y mientras escribo. Izan es
parte de mí y de mis partículas, quizás nunca antes haya entendido tan bien el amor. Él me
dijo antes de marcharse con sus padres a Barcelona, que la vida siempre te quita lo que te
sobra y te devuelve lo que te falta. Izan es el niño sol y yo soy su madre luna. Cuando dejo
que la vida pase y dejo de creer en mí, Izan sostiene mi mano, pues los dos dos estamos en
todas partes, solo basta con saber mirar con gafas de sol para días de lluvia o a través de una
mirada violeta.
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