LA NIÑERA MÁGICA
Era el año de la
ola de calor y aquél verano, Madrid, se
presentaba como un regalo. Acababa de cumplir los dieciocho; y con mi recién
estrenada mayoría de edad, llegaba mi primer trabajo. La cosa pintaba bien,
pensé, imaginando el sinfín de posibilidades que me brindaba ganar mi primer
sueldo. Era viernes para aumentar la
euforia y a esas horas, solo en casa.
Tras echarme un
último vistazo en el espejo y darme la palmada de rigor, ante el esfuerzo que
habían supuesto las horas de gimnasio, me dirigí hasta la urbanización.
El nombre, ya me
gustó como destino. Niza, era la mejor urbanización de los alrededores. Pisos
nuevos, gente joven y por suerte para mí, pocos críos para estrenarme como
socorrista.
Lo cierto es que
estaba relativamente cerca de casa, pero opté, por coger el coche para
refugiarme del calor y a la vez, escuchar aquella cinta que ponía en bucle, con
el afán de no olvidarme de los mejores momentos vividos durante el año.
A esas horas, no
había nadie por la calle, por lo que como aperitivo, pensé dedicar las primeras
horas bajo la sombrilla, a la apacible lectura, antes de que llegara algún
inquietante niño, que precisamente, no
eran mi fuerte.
En cambio, para
mi asombro, solo se oía el rugido de algún aspersor lejano y de las chicharras.
Cogí con la
felicidad de los principiantes, el libro de Salinger y bajo la sombrilla, tejí
un universo paralelo. Alrededor, como decorado, los pisos de ladrillo rojo,
descansaban, rodeados del verde arizónica, que mezclados con el kriptonita del césped
y junto al azul de la piscina, me brindaban el mejor de los paraísos artificiales.
Solo rompía el encanto algo, el sonido de la boca del sumidero, engullendo el
agua sobrante.
No era mucho de
pensar las cosas, pero en aquella tranquilidad de la tarde, imaginaba cuál
sería mi futuro. Mientras divagaba y anotaba frases memorables de “El guardián entre
el centeno”, que bien me servirían para aplicar o para conquistar a alguna de
las amigas de mi hermano, sentí un
zumbido, que me sacó del ensimismamiento y la ensoñación. Niños, mi peor
parcela, aún por explorar. Sin embargo, venían acompañados de una verdadera aparición.
Llegó con aire
insolente y sin saludar, tiró literalmente la toalla, bajo la sombra del único árbol que había presente. Se quitó el
sombrero con la mayor de las gracias y mientras sacudía su pelo rubio, deshizo aquél diminuto vestido blanco, para dejarme
boquiabierto de nuevo.
Yo, me limité a
saludar, cuando ella advirtió mi presencia; y lo hice, resguardado bajo mis gafas de sol, último modelo,
adquirido por mi madre como regalo de cumpleaños.
Como si de una
ninfa se tratara y con una sonrisa sellada por su dedo índice, hizo, que en un
solo gesto, aquellos mellizos horribles que no paraban, se callaran. El segundo
acto, fue tirarse a la piscina desde el trampolín, para dejarme todavía más
embobado. Todavía, era más perfecta con el pelo mojado y yo, me encontraba sin
saber qué hacer. Debatirme entre el trabajo que acababa de conseguir o sucumbir
a la tentación de lo prohibido, pues bañarme en aquella piscina durante las
horas de trabajo, incumplía la mayor de las normas. Como la delgada línea que
separa el bien del mal, decidí arriesgarme por una vez, dando paso a mi
intuición. Me quité la camiseta y las gafas de sol y con la mejor de las
sonrisas y mi diminuto bañador rojo,
hice lo propio. Apenas, tardé dos segundos en volver a respirar el fuego del
aire de Junio, pero para mi sorpresa, allí no había nadie. No había rastro de
la chica, ni de su diminuto biquini de estrellas. Miré alrededor, buceé con
todo el ímpetu que había aprendido en la escuela náutica, pero nada. Miré con
estupor hacia el árbol donde mi musa había dejado su sombrero y a los niños.
Allí, con dos sonrisas lobunas manchadas de chocolate, jugaban con los trozos
del biquini de estrellas, mientras señalaban justo detrás de mí. Me di la
vuelta con la esperanza envuelta en celofán; y entonces, una gigantesca cola de
pez, me salpicó y me mojó los cimientos. Ante mi asombro, mi ilusión juvenil, desapareció
de un plumazo bajo la rejilla de la piscina, haciendo serpentinas en el agua, dibujando
las letras de mi nombre con su cola de plata. Aquello, sí que era largarse a la francesa. Lo peor, la muy irresponsable,
me había dejado a los niños. Sin duda, pensé en quien me decía a todas horas,
las apariencias, muchas veces… engañan.
¿Que no quieres niños? ¡Dos tazas!
ResponderEliminar