jueves, 3 de octubre de 2019

LA MEMORIA DE LAS PLANTAS


Nos gusta jugar. Los seres humanos  o el amago de lo que pretendemos ser, nos hace mirarnos así. Somos quizás más humanos, a través del juego en el que evocamos una nueva versión de nosotros mismos. En ocasiones mejor, mientras que en otras, se asoma peligrosamente y de forma garrafal, a un devenir difícil de retornar. El daño que hacemos, nos lo guardamos, por pura inconsciencia o por la más absoluta inconsistencia de las horas que robamos a la noche y que desdoblamos, sin que nadie nos dé una verdadera razón del origen de todo. Juego, juego y más juego, mientras descansamos, dormidos o despiertos, en los albores de la noche o de alguna madrugada.

jueves, 8 de agosto de 2019





PULGAS EN EL PANTALÓN

Comienza a sonar Negro cinturón  y reconoces parte de la letra en la tuya propia. Algunos días, no puedo ser la chica de ayer, quizás, nunca lo fui. Una nueva versión de mí, aparece y desaparece a golpe de los trabajos que tengo que rechazar y en las personas que de desvanecen en estos tiempos tan irreales. Son partes de una lima, que te va arañando  y dejando cierta huella, a la par, que depura tu alma. En estas estamos, cuando una de esas noches conoces a alguien. Mi nombre es Sally.
Podríamos decir que vivir aquí es agradable, pero hay algo que enrarece el ambiente y las rutinas, van desapareciendo, en un devenir de unos días que se parecen a todos. El sol calienta, el mar sigue ahí, pero hay algo que te dice que todo va a desaparecer, que estás en un espejismo del que querrías salir, ahora que el suelo tiembla bajo tus pies. Soy Sally, como la chica que encontró Harry. Hoy, he desayunado  con alguna que otra cerveza,  en misión olvido, porque aquí, todo el mundo predice con la mayor de las vehemencias, lo que me va a pasar. Ya he pasado por unas cuántas historias imaginarias y algo incipiente, que sí parecía real. Parecía que de una vez, algo había venido de forma tangible a buscarme. Christina Rosenvinge y lo que pareció ser su historia con el de Gijón, en algo, bien se podrían haber parecido a la mía. Más liviana y sin drogas duras,una, buscaba alguien con quien compartir, pero era una de esas, que si continúan, sabes que te van a resquebrajar por completo. Pero como un hámster masoca, todavía he seguido  ahí, quizás, por la curiosidad de ver a qué saben los abismos, entre tanto tedio y aburrimiento. Abismos y noches que se envolvían con todo lo que a estas alturas me podía alumbrar en alguien. Al fin y al cabo, no había salido con nadie, desde que Mark y yo rompimos nuestra historia de casi dos décadas.  Aquí todo parece capaz de borrar el pasado, hasta que metes el `palito de naranjo quitacutículas... y entonces, aparecen tus pasos condescendientes, en una sopa extraña de seres sin camino, sin destino o cuya hélice de ADN ha mutado seriamente. Entonces, un día cinco de Mayo, como sucede desde que llegué a la ciudad, algo transmuta y mi vida gira a la velocidad del rayo. Es el día de la madre y estoy desolada, te echo tanto de manos que busco señales de que sigues a mi lado, mamá. Tu perfume viene con el viento y me siento en una terraza que sé que te gustaría, donde han colocado siemprevivas. Imagino nuestra conversación y llevo junto a mí a Jonas, el perro que me regalaste aquél último cumpleaños. No te he regalado nada, o quizás sí, pero tú has guardado para mí algo. Entro en el bar de las luces extrañas y me siento sola, como casi siempre; y sin embargo, alguien que me presentan se sienta a mi lado. Todo parece irreal, suenan The Smiths. Yo estoy y no… El me gusta, me intriga. Se llama como el abuelo. Parece que no me he marchado de aquí por algo, creo que de hecho lo has enviado tú. Bebemos y hablamos, sobre todo él. Me gusta su acento y sus gestos, pero no me acabo de fiar. Es de noche y es un bar. Me siento guapa, hacía mucho que no. Los días pasan, nos vemos a menudo y reímos sin parar. Parece ver lo que hay detrás, esto no me puede pasar. Los días de Mayo dormitan, transitan y cada día quiero más. Permito que entre en mi mundo, en mi vida. Pero como las adictas, yo quiero algo más. Quiero entrar en su mundo y no quiero dramas esta vez. Siempre es la misma cantinela, soy compleja y me gustan los chicos con problemas de comunicación. Creo que realmente es tímido…y le psicoanalizo. Joder, lo hago conmigo, con las situaciones, con todo. Con él más y se lo digo. Soy experta en romper el encanto, pero me ha dejado tantas veces tirada que el miedo precipita todo. Necesito libertad y él, nunca he sido celosa, pero esta vez, el no saber dónde está, ni cuando nos volveremos a ver, me va aniquilando. Me engaña con el licor, aunque no somos aún nada. Descifro qué he visto en él,si no hay nada, si no es claro, si me tira migajas. Sus cambios, sus desplantes y yo….en la cuerda floja. Quiero estar mejor y recuperar mi forma física, sin embargo todo nuestro mundo gira en torno al alcohol. Entonces pienso en la actriz, la misma actriz que interpretó a una alcohólica y a la que mi suegro detesta ferozmente. Me asusto, yo no quiero ser esa mujer, pero aquí hay algo que se escapa de mis manos. Quiero estar con él pero no hay nunca un plan. Como una adicta no sé cuándo va a aparecer. Pero no hay nada más que las ganas de desentrañar los misterios. Pienso en beberme esos labios que a veces no expresan, salvo cuando se ríe. Se ríe y se iluminan sus ojos y parece de otro lugar. Le conozco de antes y nunca he estado en este bar. Cerramos las noches y quemamos la ciudad, pero siempre quiero más. El tiempo vuela y mi poca fuerza se me va...sin voluntad. Trece días, trece noches, trece rosas sin cortar. Creo que me voy a acabar por enamorar. Un regalo, un regalo que en nada me hace sospechar. Como si no hubiera carteles, ni  luces de neón, ni una mentira envuelta, cargada de alquitr4án y envuelta con su papel celofán. Aquí todo es etéreo, los aprendizajes y algún karma por depurar. Yo, exploradora de emociones, sobre todo , de las mías. Hace ya dos semanas desde que todo saltó por los aires y aunque sabes que nada era real y la película posible y hermosa estaba en mi cabeza, algunas cosas, me cuestan un poco más que a los demás. La verdad, es que nunca me había enamorado de alguien como mi padre, nunca. Era por lo que tenía que pasar, para que terminara de entenderme. Suena raro, pero como otras mujeres, me he visto en ese rol. Pagando copas, de un dinero que no tengo, solo por estar con él. Maltratando mi tiempo, por alguien que nunca ha sentido nada por mí; y sin embargo, pese a los desplantes y la humillación, todavía me cuesta no creer. Todavía esperas que te digan que esta  vez, te equivocas por desconfiada ante tu historia familiar. Es difícil no creer que esas noches cómplices y los besos que yo buscaba forzosamente, fueron solo para mí.
La vida me cuida, protege y salto los obstáculos, pero siento que nada es para mí.
Estoy de paso en la vida de todos, yo, soy un pasajero,  que solo viaja...a través del tiempo. Algún día, regresaré al lugar al que sí pertenezco, pero aún me faltan piezas de mi puzzle por montar. No huno historia, no hay historia; y sin embargo, me encanta lo que ha pasado al recuerdo, lo que resuena en mi memoria cuando omito que casi me dejé engañar, que casi pierdo la cabeza por el señor Woolf y ahora solo quiero…escapar. Eximo mi culpa, esperando una conversación que no llegará. Sonrío sintiendo el peso ante la realidad de que no miento, si reconozco, que aún miro los mensajes entre el correo o en la pantalla al despertar. Sin embargo, sé que ya he despertado del espejismo, por fortuna. Por supuesto, su versión es bien distinta y la voluble siempre fui yo…no por su forma de actuar. Erróneamente le quería ayudar, así salvarme yo, pero nadie puede ser salvado…solamente yo. He encendido una hoguera con las cartas que escribí, con todo lo que no te pude decir. Ahora, hago tazas con mensajes para los demás. Mensajes negativos, que enganchen con nuestros polos positivos, para que nunca nada, nos haga, por tristeza o por apatía…regresar a una Corea mental o a nuestra Siberia más personal. Porque aunque seamos distintos y aunque cada uno te mire desde sus gafas  más personales, todos pasamos por secuencias similares en esté plató de televisión, que es la vida.



viernes, 3 de mayo de 2019


 LA NIÑERA MÁGICA

Era el año de la ola de calor y aquél  verano, Madrid, se presentaba como un regalo. Acababa de cumplir los dieciocho; y con mi recién estrenada mayoría de edad, llegaba mi primer trabajo. La cosa pintaba bien, pensé, imaginando el sinfín de posibilidades que me brindaba ganar mi primer sueldo. Era viernes  para aumentar la euforia y a esas horas, solo en casa.
Tras echarme un último vistazo en el espejo y darme la palmada de rigor, ante el esfuerzo que habían supuesto las horas de gimnasio, me dirigí hasta la urbanización.
El nombre, ya me gustó como destino. Niza, era la mejor urbanización de los alrededores. Pisos nuevos, gente joven y por suerte para mí, pocos críos para estrenarme como socorrista.
Lo cierto es que estaba relativamente cerca de casa, pero opté, por coger el coche para refugiarme del calor y a la vez, escuchar aquella cinta que ponía en bucle, con el afán de no olvidarme de los mejores momentos vividos durante el año.
A esas horas, no había nadie por la calle, por lo que como aperitivo, pensé dedicar las primeras horas bajo la sombrilla, a la apacible lectura, antes de que llegara algún inquietante niño,  que precisamente, no eran mi fuerte.
En cambio, para mi asombro, solo se oía el rugido de algún aspersor lejano y de las chicharras.
Cogí con la felicidad de los principiantes, el libro de Salinger y bajo la sombrilla, tejí un universo paralelo. Alrededor, como decorado, los pisos de ladrillo rojo, descansaban, rodeados del verde arizónica, que mezclados con el kriptonita del césped y junto al azul de la piscina, me brindaban el mejor de los paraísos artificiales. Solo rompía el encanto algo, el sonido de la boca del sumidero, engullendo el agua sobrante.
No era mucho de pensar las cosas, pero en aquella tranquilidad de la tarde, imaginaba cuál sería mi futuro. Mientras divagaba y anotaba frases memorables de “El guardián entre el centeno”, que bien me servirían para aplicar o para conquistar a alguna de las amigas de mi hermano, sentí  un zumbido, que me sacó del ensimismamiento y la ensoñación. Niños, mi peor parcela, aún por explorar. Sin embargo, venían acompañados  de una verdadera aparición.
Llegó con aire insolente y sin saludar, tiró literalmente la toalla, bajo la sombra del  único árbol que había presente. Se quitó el sombrero con la mayor de las gracias y mientras sacudía su pelo rubio, deshizo  aquél diminuto vestido blanco, para dejarme boquiabierto de nuevo.
Yo, me limité a saludar, cuando ella advirtió mi presencia; y lo hice, resguardado  bajo mis gafas de sol, último modelo, adquirido por mi madre como regalo de cumpleaños.
Como si de una ninfa se tratara y con una sonrisa sellada por su dedo índice, hizo, que en un solo gesto, aquellos mellizos horribles que no paraban, se callaran. El segundo acto, fue tirarse a la piscina desde el trampolín, para dejarme todavía más embobado. Todavía, era más perfecta con el pelo mojado y yo, me encontraba sin saber qué hacer. Debatirme entre el trabajo que acababa de conseguir o sucumbir a la tentación de lo prohibido, pues bañarme en aquella piscina durante las horas de trabajo, incumplía la mayor de las normas. Como la delgada línea que separa el bien del mal, decidí arriesgarme por una vez, dando paso a mi intuición. Me quité la camiseta y las gafas de sol y con la mejor de las sonrisas  y mi diminuto bañador rojo, hice lo propio. Apenas, tardé dos segundos en volver a respirar el fuego del aire de Junio, pero para mi sorpresa, allí no había nadie. No había rastro de la chica, ni de su diminuto biquini de estrellas. Miré alrededor, buceé con todo el ímpetu que había aprendido en la escuela náutica, pero nada. Miré con estupor hacia el árbol donde mi musa había dejado su sombrero y a los niños. Allí, con dos sonrisas lobunas manchadas de chocolate, jugaban con los trozos del biquini de estrellas, mientras señalaban justo detrás de mí. Me di la vuelta con la esperanza envuelta en celofán; y entonces, una gigantesca cola de pez, me salpicó y me mojó los cimientos. Ante mi asombro, mi ilusión juvenil, desapareció de un plumazo bajo la rejilla de la piscina, haciendo serpentinas en el agua, dibujando las letras de mi nombre con su cola de plata. Aquello, sí que era  largarse  a la francesa. Lo peor, la muy irresponsable, me había dejado a los niños. Sin duda, pensé en quien me decía a todas horas, las apariencias, muchas veces… engañan.

jueves, 25 de abril de 2019

OLIVER Y BENJI
Mi padre y yo siempre habíamos jugado en ligas muy distintas, por eso y otras muchas razones, no entendí su tono amable proponiéndome una cena en uno de los locales que frecuentaba, que solían aborrecer el resto de la familia. Hasta los dieciséis, siempre había pensado que había sido adoptada, hasta que comprobé con los años, que había otra secuencia de ADN diferente y que al parecer no era la única. Aquél año apenas había visto a mi padre y el trato con mis dos hermanas se remitía a mi visita algún que otro domingo para ver a mis sobrinos, por eso, cuando el jefe del clan me propuso aquello, no pude rechazar la invitación. Además, pagaba él y en mi propio terreno. La guinda, iba a presentarme al hombre de mi vida. Aquello iba a ser muy divertido, toda mi familia en mi cita a ciegas. Esto solo pasaba en las películas americanas…y claro, en mi familia. Siempre he sido muy práctica, pero tengo que reconocer que estaba tan desconcertada ante la posibilidad de que mi padre acertara en algo conmigo, puesto que a mis treinta y tres años era una completa desconocida para él, que no tenía ni idea de cómo arreglarme. Me tumbé en la cama unos minutos con los ojos cerrados y empecé a imaginar a aquél jugador de waterpolo que iba a cambiar mi vida. Al rato mi pragmatismo me sacó de la ensoñación, sería otro de los amigos de papá obnubilado por su carisma y su dinero, un corderito más, otro Don Perfecto, sin alma ni corazón. Encendí la radio mientras se consumía el humo de mi cigarrillo olvidado y estaba tan nerviosa que ni las palabras de Julia Otero me sacaron de mi ensimismamiento. Llegué al Sunset antes que nadie y me senté en la mesa reservada. El nombre de cada uno estaba escrito en las servilletas de colores. Mi gran amor, al parecer se llamaba Oliver. Oliver y Cassandra, sonaba bien. Ahora ya podríamos tener una boda de estas de pastel y un millón de niños con lazo. Mi imaginación me hizo desternillarme sola y los que estaban en el local comenzaron a mirarme. Decidí pedirme un vino para acompañar la espera. A las ocho en punto apareció la familia Telerín al completo, pero ni rastro del chico. Mi padre socarrón me miraba sacándome todos los defectos posibles, de hecho, de su boca retorcida solo salió un…”Anda, hoy pareces menos marimacho.” Con la añadidura de: “Hija, eres como tu abuela.” Mis hermanas por supuesto…perfectas. Rubísimas e impolutas, parecían sacadas de un catálogo…pero de Punto Roma. De nuevo, mi extravagante risa, amenazaba con hacer su aparición. Todos reunidos en el local más bonito de mi Barcelona natal y ni rastro de él. 
A las ocho y veintidós, el silencio se hizo en el local, cuando alguien entró por la puerta. Aquello era una aparición. Mi padre se acercó al recién llegado y juntos vinieron a nuestra mesa. No voy a describir, de hecho, creo que no sería justa ante lo que vieron mis ojos. Era el tortazo para una escéptica y descreída, era amor a primera vista. Y sí, era guapo, claro que era guapo, pero eso era lo de menos. Desde el primer momento vi que hablábamos el mismo idioma; y cuando salimos a la terraza y me cogió de la mano entre risas, sentí esa corriente eléctrica que hizo que me cerciorara de que estaba viva de nuevo. Cassandra, volvía a creer en el amor. Nos vimos tres veces después del primer encuentro y todo iba bien, despacio… y a mí me parecía bien; hasta que la llamada del martes de mi padre me soltó una hostia con la palma de la mano bien abierta. Tenía que verme urgentemente en su oficina. Allí me vi a las tres, rumbo hacia el cadalso, en su despacho. Una niña asustada, porque él no me citaba allí nunca porque sí, era como ir al despacho del director cuando sabes que has hecho algo bien gordo. Oliver se había tenido que marchar a México por un asunto familiar. Mi cabreo, monumental, como podréis imaginar. Ni siquiera había tenido el detalle de llamarme; y mi padre, en medio, como siempre. Intermediario, yo, siempre la mercancía. Pero justo cuando estaba todo perdido, el señor de la cima me hizo un guiño y entonces apareció una réplica de Oliver, solo que distinto. Por si no había tenido bastante, he de reconocer que este me pareció más real. Igual de guapo, pero venía con algún defecto. Detecté su miopía a kilómetros y una incipiente timidez al dejar a mi padre unos documentos sobre la mesa. Tampoco tenía la espalda de Oliver, pero a mí me gustó más. Mi padre reía y parecía feliz, vaya, pues sí que me conocía, pensé. Su querida niña encontraba lo perfecto en la imperfección. Entonces me di cuenta de que Oliver solo me preparó para conocer a su gemelo, Benjamin. Mi padre me dijo que todo estaba preparado para la boda, que me arriesgara de una vez y que así percibiría todo el dinero que necesitaba para montar aquella editorial con la que llevaba tiempo soñando. Sin duda, suerte no era la palabra, ahora sí que podía decir que tenía una flor en el culo. Nos casamos en una playa un dieciocho de Mayo. He de confesar que Ben era un poco clásico y que hasta la boda decía que no pensaba acostarse conmigo, en fin, algún defecto tenía que tener aquél rubio de metro noventa y ojos azul turquesa, pensé. Niza nos esperaba y toda una vida por delante. Todo salió perfecto y he de reconocer que la que no creía en el matrimonio entró en aquél escenario como si de un guante se tratara y papá por primera vez me dijo que se sentía orgulloso y que estaba preciosa. Mi dañada autoestima se elevó como un Zeppelin. Todo pasó entre risas, besos, baile…y por fin, Ben me llevó al hotel. Me quité aquél vestido de pastel y aquellos zapatos de tacón con tan poca delicadeza que las perlitas saltaron y rodaron por toda la alfombra de la habitación. Llamé a Ben, pero no contestaba y fui a ver. La puerta del baño no se abría y empecé a preocuparme. Abrí su maleta en busca de algo punzante con lo que poder abrir aquella puerta antes de llamar a emergencias, pero lo que encontré…Lo que encontré hizo que me preocupara aún más. Cables, enchufes, baterías y un ordenador donde centelleaban como en los hospitales las constantes vitales de alguien. Creí morirme de pena al pensar que mi amor estaba enfermo y yo lo desconocía, que una máquina tenía que valorarr que sus constantes vitales eran compatibles con la vida. El miedo a que le hubiera dado un infarto hizo que de una patada derribara la puerta del baño, pero lo que vi…lo que vi, aquello no sé cómo explicarlo. Ben, estaba en la bañera enchufado a la corriente y con un ojo abierto nada más mirando a la nada. En el pecho, las siguientes palabras: 
“Cariño, ¿te gustó tu juguetito? “
Él, no era humano; pero mucho menos lo era el ser que me había llevado hasta allí. Sin duda, jugábamos en distinta liga y papá, seguía siendo el mismo cabrón de siempre, pero he de reconocer que al menos sí que conocía mis gustos.
EN LA CIUDAD DE LA LLUVIA
Las gotas de color negro caían a una velocidad milimétrica, como si en la desolación, se abrazasen las unas a las otras. El cielo, por su parte, no quería demostrar otra cosa que no se pareciera al miedo; y sin embargo, nosotros, como si de dos lobos hambrientos se tratase, allí estábamos, mirándonos firmemente a los ojos, sabiendo que nada nos detendría. Janine, fue la última en dejarnos al caer su coche por aquél acantilado. Sabíamos que teníamos que hacer como si nada y convertir cada mentira en nuestro almuerzo. Lucas y yo, en algún remoto lugar, de La Ciudad de la Lluvia. Sin mapas ni brújulas, tan solo el guía que nos llevaría hasta Monteperdido, donde sabíamos que el niño, el último superviviente de la tribu Azul, nos estaba esperando, pues estaba escrito en las estrellas.

EL NIÑO SOL

EL NIÑO SOL 
¿Puede un amor traspasar el tiempo o la barrera del sonido? Esta fue la pregunta que Izan me 
hizo la primera vez que nos vimos en clase. Acababa de llegar a Madrid después de casi 
veinte años y hasta entonces mi única experiencia con niños se remitía a las tardes en que 
Marina, mi hermana, me dejaba a cargo de mis dos sobrinos. El colegio, del que había sido 
antigua alumna, seguía como lo recordaba a pesar del paso del tiempo y de las mejoras que 
cada año había ido incorporando. Mi vida era rutinaria y aburrida, pero era sin duda lo que 
me ayudaba a continuar y a tener los pies en la tierra, pues la vida que había ido 
construyendo, tras la muerte de mis padres se fue diluyendo como en una especie de remolino 
que hizo que casi perdiera el rumbo. Por suerte, mi hermana y un trabajo me esperaban. Aparecí un 
lunes del mes de Octubre dispuesta para empezar a dar clases de nuevo y olvidar también lo que quedaba en mí tras mi ruptura con Silvia. Pensar que no era capaz de conservar nada ni de 
hacer nada bien, junto a la silenciosa y asesina culpa, me despertaba en el silencio de mi habitación que daba al Retiro. Fue aquél lunes mientras atravesaba el Paseo del Prado cuando empezaron a 
llegarme distintas señales, como una especie de serendipia que me hacía saber que todo 
estaba pactado y que estaba en el lugar adecuado. Tras presentarme a los compañeros me 
dirigí a mi clase asignada y nada más entrar supe que algo me cambiaría para siempre. La 
primera pregunta que el niño me hizo, lejos de descolocarme me hizo sentirme en casa y tras 
darle una explicación medianamente coherente que pareció satisfacerle de momento, continué 
con la clase. Yo por mi parte trataba de mantenerme serena, pero sin duda él y yo ya nos 
habíamos visto antes. Así comenzó todo y mientras llegaba la primavera y con ella las 
excursiones, yo me iba enamorando más de él. Sabía que nunca le llevaría al parque de 
atracciones y que nunca comeríamos helados mirando aquellas nubes deformes en las tardes 
de domingo. También sabía que no podía excederme en atenciones con él y que me causaría 
problemas, pero a veces a escondidas le guardaba el postre del comedor y le traía los lápices 
más extraños para que siguiera dibujando el mundo imaginario que solo él y yo presentíamos 
en medio de la ciudad y donde todo parecía denso y agobiante. Él conseguía devolverme a mi 
esencia, hacerlo todo liviano y me obsequiaba con sus dibujos y algún insecto que había 
guardado en una cajita para que no me sintiera tan sola las tardes de domingo. Pero aquello 
en el mundo adulto estaba mal y la primera en reprender mi comportamiento fue mi hermana, 
a la que siguieron el resto de profesoras que no soportaban aquella mirada azul violeta del 
niño ni sus preguntas, Como todas las bonitas historias y con los primeros rayos de sol del 
verano, la fiesta del colegio y las vacaciones, llegó la despedida. Sin embargo, durante el 
verano y en un viaje a Dublín entendí mejor su pregunta, no habría nada que nos pudiera 
separar y tarde o temprano nos encontraríamos. Izan es el niño que nunca podré tener y está 
en todas partes. Está en la lluvia que me acaricia, en el silencio y mientras escribo. Izan es 
parte de mí y de mis partículas, quizás nunca antes haya entendido tan bien el amor. Él me 
dijo antes de marcharse con sus padres a Barcelona, que la vida siempre te quita lo que te 
sobra y te devuelve lo que te falta. Izan es el niño sol y yo soy su madre luna. Cuando dejo 
que la vida pase y dejo de creer en mí, Izan sostiene mi mano, pues los dos dos estamos en 
todas partes, solo basta con saber mirar con gafas de sol para días de lluvia o a través de una 
mirada violeta.
EL FIN DE LOS DÍAS
Cayó el último rayo de sol sobre el mar; y cuando lo hizo, “el hombre del castillo”,
como le llamaban en el pueblo, se estremeció. Allí, desde las alturas, la vida de los
mortales, de cualquiera y cada uno de los mortales, se convertía de algún modo, en algo
mucho más banal. El tiempo por su parte, parecía marcado solo por las corrientes de los
vientos de poniente, de los aires de levante; y las distintas tonalidades que iba
adquiriendo el castillo, sumergido en aquellas aguas del Atlántico, se convertía en el
fantasma que vaticinaba si los acontecimientos serían favorables o no. Todo invitaba a
la calma, al descanso y a una paz inventada, que se había ido alimentando con el paso
de los años; y sin embargo, Max, rara vez se relajaba. Su cuerpo, como una turbina,
casi nunca olvidaba una tenue voz de alerta, desde el instante en el que ellos dos se
marcharon. Probablemente, todo comenzó con el miedo de no volver a tener noticias, su
particular aceleración de partículas solo con la idea de pensar en no volver a verles.
Miedo al miedo, miedo al olvido; o peor aún, a que alguna catástrofe tuviera lugar,
llevándose con ella, todo atisbo de esperanza. Aquella semilla que había tratado de regar
cada día, de cuidar con esmero, como si ese fuera su único cometido y él, fuera el mago
artífice, de la única posibilidad de producirse aquél reencuentro. Los casi treinta años de
espera habían desgastado y erosionado en parte su cuerpo, sin embargo, la mente, nunca
había estado tan lúcida. Las cartas y fotografías habían sido el alimento con el que
aguantar aquellos largos años de espera, en los que soñaba conque nada de lo que
habían construido los tres, se hubiera disipado; o al menos, el paso del tiempo, no los
hubiera convertido en unos completos desconocidos. El castillo por su parte, emergía
sobre el mar como la pieza clave, como un personaje estelar que había sido testigo de
aquél amor que no se quedó en los veranos; sino que continuó cuando Elsa y Sam se
marchaban a sus respectivas ciudades; y Max, acostumbrado ya a su soledad, siempre
vivía con especial angustia, pensando cuándo sería el último instante en que todo saltara 
por los aires, olvidando aquél fluir natural, la forja a fuego lento de aquél amor enfermo,
océanos de sed de un amor sin duda, enfermo para la sociedad. Pero lo que más le
angustiaba, aunque a menudo le costaba reconocer, era el hecho de saber que Elsa, la
hermosa Elsa, elegiría a su verdadero pingüino; y entonces, uno de los dos tendría, seguramente él, se
quedaría fuera de la ecuación.
Elsa, Sam y Max , que habían resultado la fórmula perfecta, porque a veces, raras
veces, tres no son multitud; y aquél verano de 1934, poco a poco, lo habían ido
descubriendo. El último verano, sin que nada pudieran hacer, los acontecimientos
pusieron un broche a aquella historia; y aquella ciudad de mar bañada por el Atlántico,
se convirtió en una prisión de máxima seguridad para Max, de la que marcharse, no
serviría de nada. Ahora, treinta años después, en los que las noticias habían ido llegando
a su ritmo, se encontró en tablas, con la ilusión de reencontrarse con sus dos amores y
con el miedo de perderlos a los dos, porque los tres eran la ecuación perfecta, aun a
pesar de las reglas. A él le tocó perder, o no, solo el domingo siguiente le brindaría la
respuesta merecida para tan larga espera. Recordó en un último vistazo al horizonte, el
día que les vio marchar como a tantos españoles a Argentina. Max no lloró, ni siquiera
una pequeña lágrima asomó a través de sus ojos grises; sin embargo, aquello se
enquistó, fijando un nuevo decorado en el hombre que ahora tenía frente al espejo.
Apuró el último cigarrillo de las cajas que Sam le enviaba y creyó ver un rayo verde
pese a no estar amaneciendo. Quizás, todo ese tiempo con aquella soledad pactada,
ajeno al mundo y en aquella torre vigía frente al mar, aquella espera, le había mantenido
lúcido y vivo. Supo entonces que de no ser así, les habría acabado odiando a los dos.Él,
el viejo Max, “el hombre del castillo”, había nacido solo para contar historias y moriría
el día en que no tuviera nada más que contar.