viernes, 3 de mayo de 2019


 LA NIÑERA MÁGICA

Era el año de la ola de calor y aquél  verano, Madrid, se presentaba como un regalo. Acababa de cumplir los dieciocho; y con mi recién estrenada mayoría de edad, llegaba mi primer trabajo. La cosa pintaba bien, pensé, imaginando el sinfín de posibilidades que me brindaba ganar mi primer sueldo. Era viernes  para aumentar la euforia y a esas horas, solo en casa.
Tras echarme un último vistazo en el espejo y darme la palmada de rigor, ante el esfuerzo que habían supuesto las horas de gimnasio, me dirigí hasta la urbanización.
El nombre, ya me gustó como destino. Niza, era la mejor urbanización de los alrededores. Pisos nuevos, gente joven y por suerte para mí, pocos críos para estrenarme como socorrista.
Lo cierto es que estaba relativamente cerca de casa, pero opté, por coger el coche para refugiarme del calor y a la vez, escuchar aquella cinta que ponía en bucle, con el afán de no olvidarme de los mejores momentos vividos durante el año.
A esas horas, no había nadie por la calle, por lo que como aperitivo, pensé dedicar las primeras horas bajo la sombrilla, a la apacible lectura, antes de que llegara algún inquietante niño,  que precisamente, no eran mi fuerte.
En cambio, para mi asombro, solo se oía el rugido de algún aspersor lejano y de las chicharras.
Cogí con la felicidad de los principiantes, el libro de Salinger y bajo la sombrilla, tejí un universo paralelo. Alrededor, como decorado, los pisos de ladrillo rojo, descansaban, rodeados del verde arizónica, que mezclados con el kriptonita del césped y junto al azul de la piscina, me brindaban el mejor de los paraísos artificiales. Solo rompía el encanto algo, el sonido de la boca del sumidero, engullendo el agua sobrante.
No era mucho de pensar las cosas, pero en aquella tranquilidad de la tarde, imaginaba cuál sería mi futuro. Mientras divagaba y anotaba frases memorables de “El guardián entre el centeno”, que bien me servirían para aplicar o para conquistar a alguna de las amigas de mi hermano, sentí  un zumbido, que me sacó del ensimismamiento y la ensoñación. Niños, mi peor parcela, aún por explorar. Sin embargo, venían acompañados  de una verdadera aparición.
Llegó con aire insolente y sin saludar, tiró literalmente la toalla, bajo la sombra del  único árbol que había presente. Se quitó el sombrero con la mayor de las gracias y mientras sacudía su pelo rubio, deshizo  aquél diminuto vestido blanco, para dejarme boquiabierto de nuevo.
Yo, me limité a saludar, cuando ella advirtió mi presencia; y lo hice, resguardado  bajo mis gafas de sol, último modelo, adquirido por mi madre como regalo de cumpleaños.
Como si de una ninfa se tratara y con una sonrisa sellada por su dedo índice, hizo, que en un solo gesto, aquellos mellizos horribles que no paraban, se callaran. El segundo acto, fue tirarse a la piscina desde el trampolín, para dejarme todavía más embobado. Todavía, era más perfecta con el pelo mojado y yo, me encontraba sin saber qué hacer. Debatirme entre el trabajo que acababa de conseguir o sucumbir a la tentación de lo prohibido, pues bañarme en aquella piscina durante las horas de trabajo, incumplía la mayor de las normas. Como la delgada línea que separa el bien del mal, decidí arriesgarme por una vez, dando paso a mi intuición. Me quité la camiseta y las gafas de sol y con la mejor de las sonrisas  y mi diminuto bañador rojo, hice lo propio. Apenas, tardé dos segundos en volver a respirar el fuego del aire de Junio, pero para mi sorpresa, allí no había nadie. No había rastro de la chica, ni de su diminuto biquini de estrellas. Miré alrededor, buceé con todo el ímpetu que había aprendido en la escuela náutica, pero nada. Miré con estupor hacia el árbol donde mi musa había dejado su sombrero y a los niños. Allí, con dos sonrisas lobunas manchadas de chocolate, jugaban con los trozos del biquini de estrellas, mientras señalaban justo detrás de mí. Me di la vuelta con la esperanza envuelta en celofán; y entonces, una gigantesca cola de pez, me salpicó y me mojó los cimientos. Ante mi asombro, mi ilusión juvenil, desapareció de un plumazo bajo la rejilla de la piscina, haciendo serpentinas en el agua, dibujando las letras de mi nombre con su cola de plata. Aquello, sí que era  largarse  a la francesa. Lo peor, la muy irresponsable, me había dejado a los niños. Sin duda, pensé en quien me decía a todas horas, las apariencias, muchas veces… engañan.

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