jueves, 25 de abril de 2019

OLIVER Y BENJI
Mi padre y yo siempre habíamos jugado en ligas muy distintas, por eso y otras muchas razones, no entendí su tono amable proponiéndome una cena en uno de los locales que frecuentaba, que solían aborrecer el resto de la familia. Hasta los dieciséis, siempre había pensado que había sido adoptada, hasta que comprobé con los años, que había otra secuencia de ADN diferente y que al parecer no era la única. Aquél año apenas había visto a mi padre y el trato con mis dos hermanas se remitía a mi visita algún que otro domingo para ver a mis sobrinos, por eso, cuando el jefe del clan me propuso aquello, no pude rechazar la invitación. Además, pagaba él y en mi propio terreno. La guinda, iba a presentarme al hombre de mi vida. Aquello iba a ser muy divertido, toda mi familia en mi cita a ciegas. Esto solo pasaba en las películas americanas…y claro, en mi familia. Siempre he sido muy práctica, pero tengo que reconocer que estaba tan desconcertada ante la posibilidad de que mi padre acertara en algo conmigo, puesto que a mis treinta y tres años era una completa desconocida para él, que no tenía ni idea de cómo arreglarme. Me tumbé en la cama unos minutos con los ojos cerrados y empecé a imaginar a aquél jugador de waterpolo que iba a cambiar mi vida. Al rato mi pragmatismo me sacó de la ensoñación, sería otro de los amigos de papá obnubilado por su carisma y su dinero, un corderito más, otro Don Perfecto, sin alma ni corazón. Encendí la radio mientras se consumía el humo de mi cigarrillo olvidado y estaba tan nerviosa que ni las palabras de Julia Otero me sacaron de mi ensimismamiento. Llegué al Sunset antes que nadie y me senté en la mesa reservada. El nombre de cada uno estaba escrito en las servilletas de colores. Mi gran amor, al parecer se llamaba Oliver. Oliver y Cassandra, sonaba bien. Ahora ya podríamos tener una boda de estas de pastel y un millón de niños con lazo. Mi imaginación me hizo desternillarme sola y los que estaban en el local comenzaron a mirarme. Decidí pedirme un vino para acompañar la espera. A las ocho en punto apareció la familia Telerín al completo, pero ni rastro del chico. Mi padre socarrón me miraba sacándome todos los defectos posibles, de hecho, de su boca retorcida solo salió un…”Anda, hoy pareces menos marimacho.” Con la añadidura de: “Hija, eres como tu abuela.” Mis hermanas por supuesto…perfectas. Rubísimas e impolutas, parecían sacadas de un catálogo…pero de Punto Roma. De nuevo, mi extravagante risa, amenazaba con hacer su aparición. Todos reunidos en el local más bonito de mi Barcelona natal y ni rastro de él. 
A las ocho y veintidós, el silencio se hizo en el local, cuando alguien entró por la puerta. Aquello era una aparición. Mi padre se acercó al recién llegado y juntos vinieron a nuestra mesa. No voy a describir, de hecho, creo que no sería justa ante lo que vieron mis ojos. Era el tortazo para una escéptica y descreída, era amor a primera vista. Y sí, era guapo, claro que era guapo, pero eso era lo de menos. Desde el primer momento vi que hablábamos el mismo idioma; y cuando salimos a la terraza y me cogió de la mano entre risas, sentí esa corriente eléctrica que hizo que me cerciorara de que estaba viva de nuevo. Cassandra, volvía a creer en el amor. Nos vimos tres veces después del primer encuentro y todo iba bien, despacio… y a mí me parecía bien; hasta que la llamada del martes de mi padre me soltó una hostia con la palma de la mano bien abierta. Tenía que verme urgentemente en su oficina. Allí me vi a las tres, rumbo hacia el cadalso, en su despacho. Una niña asustada, porque él no me citaba allí nunca porque sí, era como ir al despacho del director cuando sabes que has hecho algo bien gordo. Oliver se había tenido que marchar a México por un asunto familiar. Mi cabreo, monumental, como podréis imaginar. Ni siquiera había tenido el detalle de llamarme; y mi padre, en medio, como siempre. Intermediario, yo, siempre la mercancía. Pero justo cuando estaba todo perdido, el señor de la cima me hizo un guiño y entonces apareció una réplica de Oliver, solo que distinto. Por si no había tenido bastante, he de reconocer que este me pareció más real. Igual de guapo, pero venía con algún defecto. Detecté su miopía a kilómetros y una incipiente timidez al dejar a mi padre unos documentos sobre la mesa. Tampoco tenía la espalda de Oliver, pero a mí me gustó más. Mi padre reía y parecía feliz, vaya, pues sí que me conocía, pensé. Su querida niña encontraba lo perfecto en la imperfección. Entonces me di cuenta de que Oliver solo me preparó para conocer a su gemelo, Benjamin. Mi padre me dijo que todo estaba preparado para la boda, que me arriesgara de una vez y que así percibiría todo el dinero que necesitaba para montar aquella editorial con la que llevaba tiempo soñando. Sin duda, suerte no era la palabra, ahora sí que podía decir que tenía una flor en el culo. Nos casamos en una playa un dieciocho de Mayo. He de confesar que Ben era un poco clásico y que hasta la boda decía que no pensaba acostarse conmigo, en fin, algún defecto tenía que tener aquél rubio de metro noventa y ojos azul turquesa, pensé. Niza nos esperaba y toda una vida por delante. Todo salió perfecto y he de reconocer que la que no creía en el matrimonio entró en aquél escenario como si de un guante se tratara y papá por primera vez me dijo que se sentía orgulloso y que estaba preciosa. Mi dañada autoestima se elevó como un Zeppelin. Todo pasó entre risas, besos, baile…y por fin, Ben me llevó al hotel. Me quité aquél vestido de pastel y aquellos zapatos de tacón con tan poca delicadeza que las perlitas saltaron y rodaron por toda la alfombra de la habitación. Llamé a Ben, pero no contestaba y fui a ver. La puerta del baño no se abría y empecé a preocuparme. Abrí su maleta en busca de algo punzante con lo que poder abrir aquella puerta antes de llamar a emergencias, pero lo que encontré…Lo que encontré hizo que me preocupara aún más. Cables, enchufes, baterías y un ordenador donde centelleaban como en los hospitales las constantes vitales de alguien. Creí morirme de pena al pensar que mi amor estaba enfermo y yo lo desconocía, que una máquina tenía que valorarr que sus constantes vitales eran compatibles con la vida. El miedo a que le hubiera dado un infarto hizo que de una patada derribara la puerta del baño, pero lo que vi…lo que vi, aquello no sé cómo explicarlo. Ben, estaba en la bañera enchufado a la corriente y con un ojo abierto nada más mirando a la nada. En el pecho, las siguientes palabras: 
“Cariño, ¿te gustó tu juguetito? “
Él, no era humano; pero mucho menos lo era el ser que me había llevado hasta allí. Sin duda, jugábamos en distinta liga y papá, seguía siendo el mismo cabrón de siempre, pero he de reconocer que al menos sí que conocía mis gustos.

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