jueves, 25 de abril de 2019

EL NIÑO SOL

EL NIÑO SOL 
¿Puede un amor traspasar el tiempo o la barrera del sonido? Esta fue la pregunta que Izan me 
hizo la primera vez que nos vimos en clase. Acababa de llegar a Madrid después de casi 
veinte años y hasta entonces mi única experiencia con niños se remitía a las tardes en que 
Marina, mi hermana, me dejaba a cargo de mis dos sobrinos. El colegio, del que había sido 
antigua alumna, seguía como lo recordaba a pesar del paso del tiempo y de las mejoras que 
cada año había ido incorporando. Mi vida era rutinaria y aburrida, pero era sin duda lo que 
me ayudaba a continuar y a tener los pies en la tierra, pues la vida que había ido 
construyendo, tras la muerte de mis padres se fue diluyendo como en una especie de remolino 
que hizo que casi perdiera el rumbo. Por suerte, mi hermana y un trabajo me esperaban. Aparecí un 
lunes del mes de Octubre dispuesta para empezar a dar clases de nuevo y olvidar también lo que quedaba en mí tras mi ruptura con Silvia. Pensar que no era capaz de conservar nada ni de 
hacer nada bien, junto a la silenciosa y asesina culpa, me despertaba en el silencio de mi habitación que daba al Retiro. Fue aquél lunes mientras atravesaba el Paseo del Prado cuando empezaron a 
llegarme distintas señales, como una especie de serendipia que me hacía saber que todo 
estaba pactado y que estaba en el lugar adecuado. Tras presentarme a los compañeros me 
dirigí a mi clase asignada y nada más entrar supe que algo me cambiaría para siempre. La 
primera pregunta que el niño me hizo, lejos de descolocarme me hizo sentirme en casa y tras 
darle una explicación medianamente coherente que pareció satisfacerle de momento, continué 
con la clase. Yo por mi parte trataba de mantenerme serena, pero sin duda él y yo ya nos 
habíamos visto antes. Así comenzó todo y mientras llegaba la primavera y con ella las 
excursiones, yo me iba enamorando más de él. Sabía que nunca le llevaría al parque de 
atracciones y que nunca comeríamos helados mirando aquellas nubes deformes en las tardes 
de domingo. También sabía que no podía excederme en atenciones con él y que me causaría 
problemas, pero a veces a escondidas le guardaba el postre del comedor y le traía los lápices 
más extraños para que siguiera dibujando el mundo imaginario que solo él y yo presentíamos 
en medio de la ciudad y donde todo parecía denso y agobiante. Él conseguía devolverme a mi 
esencia, hacerlo todo liviano y me obsequiaba con sus dibujos y algún insecto que había 
guardado en una cajita para que no me sintiera tan sola las tardes de domingo. Pero aquello 
en el mundo adulto estaba mal y la primera en reprender mi comportamiento fue mi hermana, 
a la que siguieron el resto de profesoras que no soportaban aquella mirada azul violeta del 
niño ni sus preguntas, Como todas las bonitas historias y con los primeros rayos de sol del 
verano, la fiesta del colegio y las vacaciones, llegó la despedida. Sin embargo, durante el 
verano y en un viaje a Dublín entendí mejor su pregunta, no habría nada que nos pudiera 
separar y tarde o temprano nos encontraríamos. Izan es el niño que nunca podré tener y está 
en todas partes. Está en la lluvia que me acaricia, en el silencio y mientras escribo. Izan es 
parte de mí y de mis partículas, quizás nunca antes haya entendido tan bien el amor. Él me 
dijo antes de marcharse con sus padres a Barcelona, que la vida siempre te quita lo que te 
sobra y te devuelve lo que te falta. Izan es el niño sol y yo soy su madre luna. Cuando dejo 
que la vida pase y dejo de creer en mí, Izan sostiene mi mano, pues los dos dos estamos en 
todas partes, solo basta con saber mirar con gafas de sol para días de lluvia o a través de una 
mirada violeta.

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