jueves, 25 de abril de 2019

EL FIN DE LOS DÍAS
Cayó el último rayo de sol sobre el mar; y cuando lo hizo, “el hombre del castillo”,
como le llamaban en el pueblo, se estremeció. Allí, desde las alturas, la vida de los
mortales, de cualquiera y cada uno de los mortales, se convertía de algún modo, en algo
mucho más banal. El tiempo por su parte, parecía marcado solo por las corrientes de los
vientos de poniente, de los aires de levante; y las distintas tonalidades que iba
adquiriendo el castillo, sumergido en aquellas aguas del Atlántico, se convertía en el
fantasma que vaticinaba si los acontecimientos serían favorables o no. Todo invitaba a
la calma, al descanso y a una paz inventada, que se había ido alimentando con el paso
de los años; y sin embargo, Max, rara vez se relajaba. Su cuerpo, como una turbina,
casi nunca olvidaba una tenue voz de alerta, desde el instante en el que ellos dos se
marcharon. Probablemente, todo comenzó con el miedo de no volver a tener noticias, su
particular aceleración de partículas solo con la idea de pensar en no volver a verles.
Miedo al miedo, miedo al olvido; o peor aún, a que alguna catástrofe tuviera lugar,
llevándose con ella, todo atisbo de esperanza. Aquella semilla que había tratado de regar
cada día, de cuidar con esmero, como si ese fuera su único cometido y él, fuera el mago
artífice, de la única posibilidad de producirse aquél reencuentro. Los casi treinta años de
espera habían desgastado y erosionado en parte su cuerpo, sin embargo, la mente, nunca
había estado tan lúcida. Las cartas y fotografías habían sido el alimento con el que
aguantar aquellos largos años de espera, en los que soñaba conque nada de lo que
habían construido los tres, se hubiera disipado; o al menos, el paso del tiempo, no los
hubiera convertido en unos completos desconocidos. El castillo por su parte, emergía
sobre el mar como la pieza clave, como un personaje estelar que había sido testigo de
aquél amor que no se quedó en los veranos; sino que continuó cuando Elsa y Sam se
marchaban a sus respectivas ciudades; y Max, acostumbrado ya a su soledad, siempre
vivía con especial angustia, pensando cuándo sería el último instante en que todo saltara 
por los aires, olvidando aquél fluir natural, la forja a fuego lento de aquél amor enfermo,
océanos de sed de un amor sin duda, enfermo para la sociedad. Pero lo que más le
angustiaba, aunque a menudo le costaba reconocer, era el hecho de saber que Elsa, la
hermosa Elsa, elegiría a su verdadero pingüino; y entonces, uno de los dos tendría, seguramente él, se
quedaría fuera de la ecuación.
Elsa, Sam y Max , que habían resultado la fórmula perfecta, porque a veces, raras
veces, tres no son multitud; y aquél verano de 1934, poco a poco, lo habían ido
descubriendo. El último verano, sin que nada pudieran hacer, los acontecimientos
pusieron un broche a aquella historia; y aquella ciudad de mar bañada por el Atlántico,
se convirtió en una prisión de máxima seguridad para Max, de la que marcharse, no
serviría de nada. Ahora, treinta años después, en los que las noticias habían ido llegando
a su ritmo, se encontró en tablas, con la ilusión de reencontrarse con sus dos amores y
con el miedo de perderlos a los dos, porque los tres eran la ecuación perfecta, aun a
pesar de las reglas. A él le tocó perder, o no, solo el domingo siguiente le brindaría la
respuesta merecida para tan larga espera. Recordó en un último vistazo al horizonte, el
día que les vio marchar como a tantos españoles a Argentina. Max no lloró, ni siquiera
una pequeña lágrima asomó a través de sus ojos grises; sin embargo, aquello se
enquistó, fijando un nuevo decorado en el hombre que ahora tenía frente al espejo.
Apuró el último cigarrillo de las cajas que Sam le enviaba y creyó ver un rayo verde
pese a no estar amaneciendo. Quizás, todo ese tiempo con aquella soledad pactada,
ajeno al mundo y en aquella torre vigía frente al mar, aquella espera, le había mantenido
lúcido y vivo. Supo entonces que de no ser así, les habría acabado odiando a los dos.Él,
el viejo Max, “el hombre del castillo”, había nacido solo para contar historias y moriría
el día en que no tuviera nada más que contar.

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